[pullquote]”La lucha es parte de la historia”[/pullquote]

Me gusta observar a la gente por nada más que el simple placer de captar la humanidad. Mi lugar favorito para observar es en Starbucks.  Cuando hago fila para comprar mi café me sorprende ver un mar de gente visiblemente de otros países.  La mayoría son inmigrantes, y me pregunto por qué y cómo llegaron aquí.

Todos tenemos una historia.

Mi historia comenzó en Nicaragua, 09 de Noviembre de 1986…

“Esta es la última llamada del el vuelo Copa 1327 con destino a Los Ángeles,” escuché la fuerte voz a través de los altavoces, haciendo un eco, mientras subía al avión hacia mi nueva vida. Nunca caminé por un pasillo tan largo como el que conducía a la puerta del avión. Cada paso se sentía eterno. Fue surrealista.  Como si dejar mi tierra natal no era suficiente, también estaba dejando a mi familia atrás. Yo era la única afortunada que obtuvo una visa para los Estados Unidos.

Las escenas retrospectivas comenzaron a aparecer.

¨¡Que Viva Nicaragua Libre!¨ Fueron los gritos que salieron del corazón de millones de nicaragüenses que se aglomeraron en las calles, celebrando la victoria revolucionaria el 19 de Julio de 1979. Todavía recuerdo el levantamiento masivo contra la dictadura corrupta y represiva de Anastasio Somoza Debayle y su Policía Nacional que dominó mi país durante más de cuatro décadas.

Para nosotros, los nicaragüenses, la victoria revolucionaria del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) planteó la posibilidad y la esperanza de que por primera vez en nuestra historia seriamos libres de represión.

Lamentablemente, aquí estaba yo, seis años después, abordando un avión con el corazón roto y asustada, dirigiéndome hacia lo que para mí era una vida nueva y desconocida. El gobierno que habíamos ayudado a llegar al poder, el que prometía reformas económicas y políticas, libertad de expresión y estabilidad política, nos había fallado.

Mi bella Nicaragua para aquellos de ustedes que no saben su locación, está ubicada en América Central, entre el Océano Pacífico y el Mar Caribe. Estamos bendecidos con espectaculares lagos y decenas de volcanes, una estación lluviosa y otra seca, deliciosa comida, pueblos de estilo colonial y hermosas playas. Un país dedicado a sus valores religiosos y compuesto principalmente por indios y mestizos (personas de ascendencia mixta europea e india) que aman a su tierra y están dispuestos a morir por la libertad de su país.

“¿Quieres un poco de café, té o agua?”, Preguntó la azafata.

La miré fijamente. Ni siquiera pude responder.  Estaba en choque, abrumada con diferentes emociones y miedo. Me senté en mi asiento en silencio, reviviendo mi vida de los últimos 16 años. Me enfrenté a la triste realidad de que la Nicaragua en la que nací ya no existía. La que estaba dejando atrás estaba destruida y los recuerdos que marcaron mi mente infantil fueron unas de cenizas, guerra, sangre y hambre.

Para aquellos de ustedes que han escapado de países devastados por la guerra, saben cómo se siente. Para aquellos de ustedes afortunados de nunca haber vivido una guerra, siéntanse agradecidos. Mientras reclinaba mi cabeza en el asiento del avión, cerré los ojos, las lágrimas acariciaban mis mejillas, el sonido de las sirenas anunciando un estado de emergencia resonaban en mis oídos. La fuerza atronadora de las bombas que explotaban todavía hacía eco en mi alma.

Todavía podía sentir la frialdad del piso de arcilla roja en mis manos mientras me habría camino para esconderme debajo de mi cama mientras las balas volaban. Me dijeron que el colchón grueso y la base hecha de resortes rígidos me ayudarían a protegerme por su característica de rebote en caso de que una bala cayera directamente sobre mí.

Boca abajo en el suelo frío, podía escuchar los gritos de la gente y las consignas que venían de afuera dado a que la pared de mi habitación estaba al lado de la calle, “Patria libre o morir.”  Estaba aterrorizada, sin saber si viviríamos o moriríamos. Los hombres de nuestra familia habían sido reclutados para ir a pelear y nos habíamos quedado solas a velar por nosotras mismas.

Sentada cómodamente en el avión, me ajusté el cinturón de seguridad y vi a todos pasar a ocupar sus asientos, pero los recuerdos me inundaron. Las consecuencias de una guerra son devastadoras.

Temía especialmente no volver a ver a mi papá. Ya que él era médico, se había ido por varios días al hospital, a atender y ayudar a los miles de heridos. La epidemia se extendió por toda la nación cuando miles de cadáveres comenzaron a descomponerse y el suministro de agua se contaminó. Los servicios de salud estaban en caos, los suministros médicos también se agotaron. Solo puedo imaginar la angustia de mi padre, dividido entre su deber vocacional de ayudar a salvar vidas humanas y su familia, sin protección y a solas.

La azafata me entregó un menú. “¿Te gustaría la tortilla de huevo o la opción de fruta”? Ella preguntó.

Me sentí mal y no quise ordenar nada pensando en aquellos que dejaba atrás. El suministro de alimentos se había agotado en toda la nación. En Managua, por ejemplo, alrededor de cien mil personas se alineaban cada día para recibir alimentos, pero otras seiscientas mil personas hambrientas no recibían ningún alivio. En otras ciudades, la situación era aún peor.

Para tratar de solucionar la escasez de alimentos y suministros, el gobierno nacionalizó todos los supermercados y comercios. Lo controlaron todo. Racionaron nuestra comida y nos dieron una tarjeta de racionamiento. La asignación quincenal por persona era, una media caja de huevos, un rollo de papel higiénico, media libra de azúcar negra, media libra de arroz, media cuarta de aceite, medio cuadro de jabón y carne, bueno esta no existía. A menudo no había mucho para comer.

En 1988, la escasez llego a tal grado que el dinero se convirtió en una mercancía que ni siquiera se podía usar porque no había nada que comprar. Entramos en una etapa de trueque donde la gente intercambia lo que podía.  Recuerdo ver llegar a personas a la clínica de mi padre con pollos, huevos y leche.  En intercambió, él les daba servicios médicos.

Es sorprendente lo que el espíritu humano hace para sobrevivir. Dicen que Dios siempre provee sin importar cuál es la situación, y de hecho eso es verdad. Como en el caso de mis antepasados, cuando maná cayó del cielo para alimentar a los judíos en el desierto egipcio, nuestro maná llego de nuestros hermosos océanos y del cielo.

Afortunadamente estábamos en Corinto cuando estalló la guerra, rodeados por el océano, pudimos obtener pescado fresco para comer y cuando eso se volvió también difícil de obtener, mi madre y yo nos volvimos ingeniosas.

Recordamos que nuestro patio siempre era visitado por palomas y con tanta hambre que había, también teníamos a mis dos hermanos pequeños para alimentar y proteger. Recolectamos algunos granos de arroz, una vara de madera, una cuerda de nylon y una caja de cartón y con ella hicimos trampas perfectas.

Atamos la cuerda al palo y colocamos la caja en un ángulo suspendida por este, medio abierto, boca abajo, y los granos de arroz adentro, lo suficientemente abierta para que las palomas vieran el arroz y entraran a comer. Sostenía la cuerda larga y me escondía para que las palomas no me vieran y una vez que entraban dentro a comerse el arroz, tiraba yo de la cuerda y la caja se cerraba para contener nuestra proteína nutritiva que más tarde mi madre convertía en sopa para sostenernos a través de la guerra.

Me gusta contarles a mis hijas esta historia cuando se quejan de que no les gusta nada de las muchas opciones que tenemos a la hora de la cena, les recuerdo esto. Ellas no pueden creerlo y hacen una cara de repugnancia por lo que tuve que comer. Una vez que puse las cosas en perspectiva, ellas empezaron a comer de la comida que tienen la suerte de disfrutar.

Había destrucción por todos lados. Las secuelas de las bombas habían destruido gran parte de la propiedad residencial, comercial e industrial. Entre las perdidas estaba mi casa, quemada hasta las cenizas. Fue horrible. Sí, mi familia y yo perdimos todo lo que teníamos. Un cráter marcó el lugar donde una vez fue mi hogar.

El día antes de que estallara la guerra, habíamos dejado la ciudad de León, donde vivíamos en ese tiempo, y fuimos a visitar a mi abuelita que vivía en el puerto de Corinto. Si nos hubiéramos quedado en León, habríamos muerto junto con las muchas otras familias del vecindario. ¡Fue un milagro! ¡Quién hubiera anticipado, que una visita a mi abuela estaba destinada a salvar nuestras vidas. Para un propósito mayor, estoy segura!

Esto puede parecerte como una escena de una película de Hollywood, pero fue una realidad para nosotros los nicaragüenses.

En los años posteriores a la insurrección, presencié a mi país soportar más sufrimiento, más traición, más represión y más corrupción que nunca antes, ni bajo el régimen de Somoza. A pesar de lo que habíamos esperado en el momento de la revolución, nada cambió. Nuestra Nicaragua se convirtió en un espejo magnificado de las atrocidades de sus predecesores.

Mi pobre Nicaragua no tenía oportunidad de restablecerse. Cuando Somoza se fue, se produjo un éxodo masivo en nuestro país. La elite capitalista, los terratenientes y los dueños de todas las industrias importantes, los hacedores, el poder emprendedor de mi país se había marchado. Ahora estábamos siendo gobernados por monos, por ladrones corruptos, disfrazados de libertadores que no poseían experiencia o el conocimiento de cómo reconstruir la economía de un país ya dañado y oprimido.

“¿Te gustaría un auricular para ver la película?”, Preguntó la azafata. Yo decliné cortésmente. No era necesario, pensé, ya tenía en mi cabeza un largometraje completo, excepto que se trataba de un documental y era íntimo y personal.

Qué decepción, pensé. ¿Cómo podríamos haber estado tan ciegos y por tanto tiempo? Después de la revolución, los nicaragüenses tenían la esperanza de establecer una democracia liberal, pero para el 1983, se hizo evidente que el movimiento Sandinista traicionaba a la población al cambiar sus objetivos. Al frente estaba un nuevo líder designado, Daniel Ortega, quien impuso una ideología tiránica, autoritaria y represiva.

Yo pienso que la traición del FSLN dolió más que la represión de Somoza.  El gobierno de Somoza fue uno impuesto y pasado de una generación a otra.  Pero esta revolución era diferente, porque fue una creada por el pueblo y para el pueblo.  Por lo menos eso fue lo que creíamos. Sin la ayuda del pueblo la caída de Somoza y la victoria del FSLN no hubieran sido posible.

Para conservar el apoyo que había ganado en el momento de la insurrección entre pueblo, el gobierno de Ortega actuó bajo los falsos pretextos de una ideología Marxista. Ortega debería estar avergonzado! No había nada Marxista en la mente de Ortega. En lugar de una sociedad igualitaria, colectivista y participativa, Ortega creó un gobierno autoritario que sacrificaba y derramaba la sangre de su pueblo inocente como lo sigue haciendo a hora y no se detiene ante nada por ganar su propio beneficio y poder personal.

Hace dos semanas cuando millones de canadienses llegaron a votar en una verdadera elección libre y democrática, mientras caminaba hacia la cabina con mi voto en la mano, tuve un sentimiento de orgullo. Tal vez un sentimiento que otros nacidos en los Estados Unidos o Canadá pueden dar por sentado, no lo sé. Para mí, fue un sentimiento de orgullo, sabiendo que esta vez, el privilegio de votar que obtuve al convertirme en ciudadana de este país libre, derecho por el que muchos han luchado por tener, realmente haría una diferencia en la dirección de mi nuevo país.

Una gran diferencia con respecto a la última vez que hice fila para votar en Nicaragua.

Para ganar más votos, el régimen de Ortega otorgó a los jóvenes de dieciséis años el derecho a votar por la popularidad que gozaba en ese sector. Aún recuerdo a Ortega pretendiendo ser un humilde candidato para el pueblo. Fue astuto en imitar la conducta de los políticos estadounidenses, visitando los barrios pobres, abrazando y besando a niños, prometiendo a las masas agua potable, acceso a educación básica, electricidad en las muchas zonas del país sin acceso, y lo más grande – la reforma agraria. Promesas que él nunca tuvo la intención de cumplir.

¡Solo mierdas habla ese hijo de puta! Pensé. Pero le funcionó. Ortega ganó el 67 por ciento de los votos y con ello, la presidencia. Esto rompió las esperanzas del resto del país. Si hubo algunas mejoras menores en Nicaragua con el inicio de la revolución Sandinista, eso duró poco. Todas las reformas fueron abandonadas cuando Ortega tomó las riendas del gobierno.

De repente, un temblor abrupto me devolvió a la realidad. El pánico me entro de inmediato cuando escuche al Capitán decir en los altavoces, Señoras y señores, estamos entrando a una área de turbulencia, por favor abrochen sus cinturones de seguridad y eviten usar los baños en este momento“.

Tenía miedo, ya que nunca antes había estado en un avión, era nueva a esta cosa llamada turbulencia. ¿Moriría en mi camino hacia la libertad? ¿Volvería a ver a mis padres y hermanos? Me preguntaba.

En respuesta a la contrarrevolución formada por ex-Somocistas y con la ayuda de la administración Reagan de los Estados Unidos, en 1983, el FSLN implementó un servicio militar universal para varones de 18 a 25 años. Sin embargo, con el fin de aumentar el tamaño y la fuerza militar, el régimen de Ortega comenzó a reclutar ilegalmente a varones tan jóvenes como de dieciséis años hasta los cincuenta. Un año después, el gobierno comenzó a integrar a las mujeres y para 1985 las mujeres representaban el 45 por ciento de la milicia.

Como consecuencia, se formó una gran oposición en el país. Todos los medios de comunicación fueron controlados y censurados. La Prensa, nuestro periódico nacional estaba constantemente bajo ataque, ya que sus editoriales expresaban una valiente oposición ante este nuevo régimen.

Cualquiera que se convencía de la hipocresía de este gobierno comenzó a encontrar una manera de salir del país. Este servicio militar provocó un segundo éxodo en Nicaragua. Miles de familias de clase media y alta que tuvieron la suerte de encontrar una manera de irse para evitar esta política, se fueron. Muchos cerraron sus negocios, lo que a su vez dificultó aún más la recuperación económica de Nicaragua.

Al ver que muchos se estaban yendo del país, el régimen de Ortega implementó reglas estrictas para que especialmente los hombres no pudieran salir del país. Se negó todo acceso al exterior porque el gobierno de Ortega necesitaba gente para defender una guerra que ya no era nuestra y para proteger un gobierno que ya no apoyábamos ni reconocíamos.

Hoy en día, la ira y locura de Ortega se estrella fuertemente en contra la población estudiantil, que anteriormente había sido el mayor apoyo del FSLN. Mientras escribo esto, casi cuarenta años después, Ortega se ha ensañado en matar a los estudiantes universitarios que se han levantado una vez más para luchar contra este dictador brutal. El FSLN ha reemplazado a Somoza, pero las medidas represivas de Ortega son similares, si no peores, a las de aquel.

Mi Nicaragua se convirtió en una copia exacta del modelo cubano y ruso, represivos, controladores y tiranos. Esto marcó el comienzo de un modelo altamente paranoico que sintió la necesidad de monitorear las vidas de sus ciudadanos. Todo y todos fueron observados. Se implementaron toques de queda nocturnos.

Si te encontraban en las calles después de la determinada hora, estabas seguro de sufrir las consecuencias. Una noche conduciendo más allá del tiempo recomendado, mi papá y mi mamá estaban en la parte delantera y yo dormía en el asiento trasero cuando lanzaron una bomba en la carretera lo suficientemente cerca como para romper todas las ventanas de nuestro auto, pero lo suficientemente lejos como para salvar nuestras vidas – ¡OTRA VEZ! – Para un propósito mayor estoy segura.

No había libertad de expresión ni de movimiento. Las personas en cada vecindario tenían la tarea de turnarse a diferentes horas de la noche para observar y monitorear a sus vecinos. Los que, como mi familia, que se negaban a participar, fueron etiquetados como anti-sandinistas. Una nueva especie surgió en nuestra sociedad conocida como “Orejas” que servían al estado como espías y el gobierno recompensaba a cualquier persona con información o de sospecha de oposición. Una desconfianza mutua entre los nicaragüenses barrió la nación.

Estos ‘Orejas’ mantuvieron una estrecha vigilancia sobre mi familia. Como consecuencia, fui acosada constantemente por otros niños que simpatizaban con el gobierno. Me perseguían y me arrojaban piedras y me gritaban: “Burguesa vete.”

Nuestras vidas fueron amenazadas constantemente por cartas y llamadas  anónimas y actos de violencia, como cuando una noche llegamos a casa para encontrar a nuestro gato, muerto, colgado del techo por la puerta principal.

La simple búsqueda de la seguridad personal no existía. Salir con mis amigos por la noche, como muchos hacen en este país, fue algo que terminé temiendo. En mi adolescencia, no era raro ver a tus amigos un día y nunca más volver a verlos. Recuerdo que una noche salí del cine y vi camiones militares estacionados a un lado de la carretera, llevando a los chicos en contra de su voluntad.

Mientras escribo esto, pienso en mi guapo sobrino, Hudson, nacido aquí en Canadá, que tiene más o menos esa edad y que, gracias a Dios, nunca tendrá el miedo que vi en las caras de esos chicos en los camiones.

Me imagino lo que habría sido darle a un niño de dieciséis años un rifle automático. ¿Llegaría a casa vivo? Me preguntaba. Este fue el caso de miles de jóvenes llevados a la jungla contra su voluntad y sin previo aviso a sus familias.

Muchas de las personas que conocí que eran sospechosos de ser anti-Sandinistas terminaron en la notoria prisión “El Chipote” de Managua. Fueron colocados en celdas diminutas, sofocantes e infestadas de piojos con puertas de acero, sin luz y con solo un agujero en el techo para dejar entrar el aire. Personas cercanas a nuestra familia fueron torturadas, privadas de comida y agua y violadas. Sus uñas fueron arrancadas y tuvieron que soportar descargas eléctricas como una forma de interrogatorio.

Mi tío, Alfredo Hinckel, quien habló abiertamente sobre las atrocidades del nuevo régimen, fue asesinado en su casa en presencia de su esposa y sus hijos. Una experiencia horrible para nuestra familia. Sí, lamentablemente, muchos todavía están pasando por el sufrimiento y el terror transmitidos por el sistema penitenciario de Ortega. Los desafortunados nunca salen con vida.

Otro recuerdo me golpeó. Cuando regresé a casa de la escuela, encontré a mi madre llorando y mucha gente hablando con mi padre. “¿Qué pasó?”, Le pregunté. Mis tres hermanos menores habían sido secuestrados. Dos días después, fueron encontrados al costado de un camino rural. Fueron llevados y mantenidos con los ojos vendados, interrogados sobre las supuestas actividades antigubernamentales de mi padre. ¡Tenían cinco, seis y nueve años!

Suena como una película de Netflix, ¿no te parece? Pero fue una realidad para nosotros!

Después de estar separada de mi familia por ocho meses, me complace decirles que mi padre, con mis tres hermanos y mi madre, lograron, con gran riesgo, escapar. Dios obra de manera milagrosa. Mi padre había sido invitado a asistir a una convención médica en Guatemala para cardiología y le pidió permiso al gobierno de Ortega para asistir. Le concedieron un pase de dos semanas y lo acompañaron al avión. Lo que el gobierno no sabía es que mi madre y mis hermanos habían abordado un vuelo anterior. Una vez que se encontraron en el aeropuerto de Guatemala, procedieron a tomar un vuelo a Miami, donde todos nos reunimos, nos abrazamos y después de muchas lágrimas felices, abordamos el avión hacia lo que se convertiría en nuestra nueva tierra.

11 de Julio de 1987…

Miré por mi ventana y allí estaba, un mar de luces debajo. “Prepárense para el aterrizaje, la hora local en Toronto son las 11:20 pm y la temperatura es de 20 grados centígrados.  Aterrizáramos en los próximos 15 minutos,” anunció el capitán.

Nunca había estado más ansiosa que en ese momento. Aquí estábamos, llegando a una nueva tierra, habiendo escapado del único hogar que conocíamos, con nada más que un sueño, para comenzar de nuevo.

Para entonces, mis oídos empezaron a zumbar y sentí que las ruedas del avión se deslomaban en preparación para el aterrizaje. Wow, esto se estaba volviendo más real para mí cada segundo. Permaneciendo quietos en la pista por unos momentos, traté de abandonar la película que había estado viviendo en mi mente y traté de concentrarme en lo que estaba por ocurrir.

Al aterrizar en el Aeropuerto Internacional Pearson de Toronto, mi familia fue escoltada a una oficina privada donde nos informaron que habíamos violado las leyes de este país al ingresar ilegalmente a Canadá sin una visa. Yo estaba agotada. Mis padres y yo no hablamos mucho inglés, pero no es necesario comprender el idioma para percibir el disgustó de los oficiales con nuestra presencia. Escuché la palabra que sonó similar a la palabra en español ‘deportación.’

“No, no, no podemos volver”, les dijo mi padre suplicándole al oficial en su inglés quebrado. Tan pronto como llegó un intérprete, mi padre continuó su alegato: “Estamos pidiendo asilo político bajo el Acta Internacional de Refugiados. Mi vida y la vida de mis hijos están en peligro.” Él seguía repitiendo.

Mi padre, que había asumido el cargo de Director Forense con el gobierno de Ortega, también tenía la responsabilidad de supervisar la salud de los presos políticos, muchos de los cuales ayudó a falsificar documentos médicos, para llevarlos a hospitales donde pudieran escapar más fácilmente.

Sí, mi papá tenía razón. No podíamos ser devueltos, ya ese no era nuestro hogar y, cuanto más nos quedábamos, menos posibilidades teníamos de sobrevivir. Este fue el caso de muchos nicaragüenses que se quedaron después del derrocamiento del gobierno de Somoza. Los inteligentes dejaron el país inmediatamente. Los que nos quedamos, los que creíamos en las posibilidades de reforma, terminamos pagando el precio.

Muchos, como nosotros, desde entonces han dejado Nicaragua y todo atrás. Hoy hay unos cuantos millones de nicaragüenses en el exilio, pero muchos más de mi gente todavía están allí, luchando y derramando sangre con la esperanza de un futuro mejor. Muchos más siguen sufriendo las atrocidades de un gobierno sin controles ni balances, sin ética y moral.

Un gobierno que se mancha las manos de sangre y uno que se ha vuelto sordo a los gritos de las madres que han perdido a sus hijos e hijas por la causa de la libertad.

Han pasado más de 30 años para mí y mi familia desde que dejamos nuestra querida Nicaragua. Estoy agradecida de haber sido una de las afortunadas. Ahora formo parte de este increíble país que me enorgullece llamar mi hogar – Canadá.

Comenzar una nueva vida en Canadá no fue fácil. Los primeros tres años nos puso a prueba, sin dinero, conexiones, amigos ni lenguaje. Nuestra familia pudo sobrevivir obteniendo cupones para alimentos, a merced de organizaciones maravillosas en Toronto, como la Misión Scott. Nuestra ropa provino de la generosidad de las famosas tiendas de segunda mano del Salvation Army.

Sí, empezamos en Canadá con muy poco, pero teníamos nuestra libertad. Gracias a la generosidad de este gobierno que nos dio asistencia y techo durante los primeros años para que pudiéramos ir a la escuela y aprender inglés, pudimos forjar lentamente una nueva vida para nosotros mismos.

A veces, a altas horas de la noche, cuando mis hijas están dormidas, camino por los pasillos de mi hogar tranquilo y se apodera de mí un enorme sentimiento de orgullo, alegría y gratitud. Tengo un hermoso lugar al que llamar hogar. Mientras estoy recostada en mi cómoda y hermosa cama, advierto lo mucho que realmente he logrado. Llegando aquí, viviendo en un ático de alquiler sin aire acondicionado, durmiendo en el piso, en un colchón que habíamos encontrado en la basura detrás de un edificio cercano. Sí, a veces la basura de otra persona se convierte en el tesoro de otra.

He trabajado duro todos los días de mi vida desde entonces. Me gradué de la universidad. Tuve la suerte de haber fundado dos compañías y de tener dos hijas increíbles que son mi fuerza motriz.

Hoy, décadas después, puedo decir que mi sacrificio ha dado sus frutos. Mis hijas, como todos los demás en América del Norte, disfrutan del privilegio de haber nacido en un país libre. Disfrutan de la libertad de decir lo que piensan sin miedo a la represión. Pueden jugar afuera sin toque de queda y sentirse seguras para caminar por las calles.

Mis hijas pueden perseguir sus sueños sin limitaciones. Disfrutan de una educación imparcial, a diferencia de la que yo tenía en Nicaragua, que se utilizó como el principal vehículo para lavar el cerebro y adoctrinar a la población joven.

Siempre hay algo bueno que se puede derivar incluso de las circunstancias más horribles. Mi viaje aquí me ha hecho más agradecida de apreciar todas las cosas que mis hijas pueden dar por sentado. No es su culpa. No tienen nada más a que comparar.

Les cuento mi historia a mis hijas, no para que puedan compadecerse o admirar a su madre, sino para que comprendan cuán afortunadas son. Quiero que aprendan a estar agradecidas por lo que tienen y que se sientan orgullosas del país donde viven. Les cuento mi historia para que puedan apreciar la maravillosa comida que disfrutan cada día y la seguridad que tienen cuando duermen por las noches. Trato de inculcarles un sentido de orgullo y responsabilidad para que cuando alcancen la madurez y tengan derecho a votar, no desperdicien su voto a hacer una diferencia.

Puede que no esté en Nicaragua, pero estoy orgullosa de ser nicaragüense. Trato de ayudarlos de la manera que puedo, compartiendo esta historia. Formé un grupo de Facebook llamado “Nicaragua en el Exilio” y tenemos alrededor de dos mil miembros en los que nos hemos unido por una sola causa, para denunciar este régimen represivo. Si estás leyendo esto, y te gustaría formar parte de nuestro grupo, te invito a unirte. Lo que está sucediendo en mi país no es un evento aislado. No es solo un problema contra los nicaragüenses, sino contra la humanidad.

Todos los días recuerdo mi buena fortuna de que Canadá abriera sus puertas. Todos los días hago un punto de reconocer que mi vida fue salvada por una razón. Quizás para que tú leyeras y aprendieras de mi historia.

Mi corazón y mis oraciones van hacia mi amada Nicaragua, el Medio Oriente, Venezuela y los muchos otros países y las personas que siguen luchando por la libertad. El futuro de mi país es incierto. Pero lo que sí sé con seguridad es que Nicaragua continuará luchando y soñando. Ella nunca descansará hasta que un día mi gente pueda, en verdad, gritar “¡Que Viva Nicaragua Libre!”

Todos tenemos una historia… ¿Cuál es la tuya?

Con gratitud,